(...)
Este es el tren del mundo y no puedo sino hablar
bien de él. —Fundación de la ciudad. Piedras y bronce.
Fuegos de zarzas en la aurora
pusieron al desnudo esas grandes
piedras verdes y aceitosas como fondos de templos,
de letrinas,
y en la mar el navegante alcanzado por nuestros
humos observó que la tierra, hasta su cumbre, había
cambiado de imagen (grandes artigas vistas desde alta
mar y esos trabajos de captación de aguas vivas en la
montaña).
Y así la ciudad fue fundada y colocada en la mañana
bajo las labiales de un nombre puro. Los campamentos
desaparecen de las colinas. Y los que allí quedamos en
las galerías de madera,
la cabeza desnuda, los pies descalzos en el frescor del
mundo,
¿de qué, pues, nos reiremos; sí, de qué nos reiremos
desde nuestros asientos, ante un desembarco de muchachas y mulas?
¿y qué vamos a decir, desde el alba, de todo ese
pueblo bajo las velas? - ¡Llegadas de la harina...! Los
navíos, más altos que Ilión, bajo el pavo real blanco del
cielo, habiendo franqueado la barra, se paraban
en ese punto muerto, donde flota el cadáver de un
asno. (Se trata de encauzar ese pálido río, sin destino,
un color de langosta aplastada en su savia.)
Alexis Saint-John Perse, Anábasis, Visor, 2002
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